Confesiones a la Luna y el Cofre de Cerradura Dorada

Estoy sentado en un escalón de mármol blanco. La luna pálida se filtra por el pequeño tragaluz que es testigo de ello. La miro. Su imagen se refleja de nuevo por segunda vez gracias a las leyes físicas sobre el cristal empañado, sucio y descuidado del piso más alto del bloque. Aquí sigo con mis llaves en el bolsillo negándome a cruzar el umbral de la puerta, porque eso significaría que otro día más ha pasado. Un día más en el almanaque. Teniendo mi BlackBerry y mis borradores de SMS como lienzo, y mis dedos como pincel.

La cuenta atrás fijada por la arena dorada y la parca llega a su final. La noto aquí sentada, a mi lado, notificándome el inevitable Tempus Fujit. Pero tengo las manos calientes. Hace un rato moría de frío y ahora noto de nuevo esa extraña sensación a la que siempre le he tenido auténtico miedo. Miedo por ser un intento de escritor incapaz de describir lo que es. Miedo a decir que es.

Si algo me ha enseñado la luna, es que el verdadero amor no se conoce hasta que lo pierdes o estás a punto de perderlo, que el amor se nota en el instante en el que duele, no cuando te hace feliz… Que desgracia que esto lo aprendiera de la vida, y que no me viniera ya instalado de serie. Me dan pena aquellas personas que por orgullo son incapaces de pedir perdón. Ahora miro de nuevo la luna. Trazo una circunferencia de radio infinito tan grande como un sentimiento, una circunferencia como tú… y ahora la miro de nuevo. Se asoma tímida y pálida por la claraboya y le pregunto si estamos destinados, y ella me responde con voz suave “La respuesta se encuentra en un cofre cerrado en el fondo de su corazón”.

Entro en casa. Me lavo la cara y me miro al espejo los cuatro pelos que tengo por barba como gotean lentamente, y sonrío mientras finalmente me doy cuenta de algo… Inevitablemente, la llave de ese cofre, por ahora, la tengo yo.

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