Síndrome post-mortem
Dio un puñetazo con toda su rabia y cólera en el cristal de la ventana. Lloraba, y no precisamente del dolor que suponía tener los fragmentos de vidrio clavados entre los dedos, segándole los tendones y haciendo que la sangre brillante y caliente saliera a borbotones por su ya maltrecha muñeca.
No podía más. Frenó el coche en medio de una carretera alejada de la mano de Dios mientras el ocaso llegaba a su último instante. Se quería bajar del mundo. Se quería olvidar de todo, gritar ¡Parar! y que todo se frenara en seco. No podía más. Llevaba semanas que lloraba por nada, que se miraba al espejo sin ganas, levantándose de la cama sin más motivación que un buenos días que se decía así mismo.
Notó como el coche derrapó por el frenazo brusco. Abrazó el volante, y mientras sonaba de fondo una triste balada a piano, descargo toda su rabia, impotencia y descontrol en forma de grito salado. Un grito bañado en lágrimas amargas. Si es que a veces hay días, en los que es mejor ni levantarse de la cama.
Volvió a casa, se metió en cama y se dispuso a emprender el largo trayecto del sueño. No tenía ni hambre, ni sed. Únicamente lo alimentaban sus ganas de que el día de mañana, fuese mejor que el día de hoy. Al fin y al cabo, estaba acostumbrado a vivir de esperanzas y sueños rotos. Sueños tan rotos, como el cristal que le había seccionado sus venas.