La Caja de Palisandro

Encontré hace un rato un relato que escribí hace ya algún tiempo. Fuera por el Día de Difuntos del 2008. ¡Aquí os lo dejo, y espero que os guste!

La Caja de Palisandro


Una vez dentro de la estancia, ante él, se mostraba una amplia sala de forma redonda, con diversos nichos en las paredes de las pendían multitud de teas. Había un altar en el centro, con un cáliz exactamente igual al que habían empleado en el asesinato, y a su lado, otra caja de palisandro. Alrededor del altar, dispuestas de forma geométricamente perfecta, habían siete sarcófagos de piedra, cada uno con un candelabro de pie. Uno de esos sarcófagos, tenía un ramo de flores que Daniel podría identificar en cualquier parte, pues eran las flores que había comprado para Lucía.

Se dirigió hacia el altar y vio la otra caja. Era idéntica a la que su amiga le había dejado, pero esta carecía de la chapa de plata. Cuando la abrió, lo único que encontró fue un trozo de pergamino con la frase “La llave de nuestros corazones reposa en nuestra sangre”. Examinó el pergamino con la linterna. No había nada más. Giró sobre los talones y se acercó al primero de los sarcófagos de piedra, se apoyó en la lápida, y haciendo fuerza, la tiró al suelo. En el interior del sarcófago había un esqueleto, y en su cuello, colgando de una fina cadena de oro, se encontraba una diminuta llave. Al parecer, su corazonada había dado en el blanco.

Repitió el mismo proceso con los cinco sarcófagos restantes, obteniendo otras cinco llaves. Puso la caja de palisandro que le había dejado Lucía sobre el altar y metió las seis llaves que tenía, dejando la del centro libre. Giró todas y cada una. Al parecer únicamente quedaba una llave, la que se tendría que encontrar en el sarcófago de su amiga.

Se dirigió hacia él con el corazón encogido y dolido. Con las lágrimas asomándose por los ojos, y con el miedo dueño de todo su cuerpo. Sobre la lápida, su nombre estaba grabado, al igual que su fecha de nacimiento y muerte. En ese momento, a Daniel le dio un vuelco el corazón, ya que, según la lápida, ella había muerto el día uno de noviembre del año mil ochocientos treinta y seis.

Empujó la lápida con rabia y saña, y cuando ésta cayó al suelo haciéndose añicos, únicamente, en el interior del sarcófago, se encontraba la llave. La cogió y se dirigió hacia el altar, donde se encontraba la caja que ella le había dejado, teniendo la esperanza de que en el interior se encontrara alguna respuesta. Metió la llave en la cerradura que quedaba, y sonaron las campanas lejanas de la iglesia.

Eran las doce de la noche y si su memoria no le fallaba, era primero de noviembre, Día de Difuntos, cumpleaños de su amiga, y si lo que decía la lápida era cierto, también era la fecha de su muerte. Cuando acabaron las campanadas escuchó algo que lo dejo definitivamente petrificado y aterrado.

El miedo lo poseía. Tenía la sangre totalmente helada. No sabía de dónde provenía el sonido de ese maldito órgano, pero la canción la reconocía, era el Adagio para cuerdas y órgano de Tomaso Albinoni, la canción favorita de ambos. Miró de forma rápida a su alrededor y las teas y candelabros se encendieron. Consiguió ver cómo, de los sarcófagos, surgían las manos humanas de las personas allí enterradas, como si esa noche todos los allí enterrados se regeneraran y caminaran entre los vivos de nuevo.

Sin pensárselo, corrió hacia el altar y cogió la caja de palisandro. Cuando se dio la vuelta, observó a una anciana que salía del sarcófago que tenía a la derecha, en la lápida, estaba grabado su nombre. Estela de Andrade. Era la madre de Lucía que había fallecido en un accidente de coche hacía tres años. No importaba nada, absolutamente nada, solamente conocer el interior de la caja y saber dónde se encontraba el cadáver de Lucía. Salió de la estancia y corrió por todo el pasillo.

El corazón, desbocado y acosado, latía con miedo y temor. Mucho temor. Los ecos de sus pisadas resonaban por todo el pasillo de piedra humedecida. El Adagio continuaba sonando en la cripta. Subió corriendo las escaleras notando cómo cada vez tenía menos fuerzas en su interior, pero cuando llegó a final de éstas, se encontraba en un callejón sin salida. La entrada estaba cerrada. Intentó mover la losa que había desencajado antes pero era totalmente inútil.

Fue entonces cuando comenzó a llorar como un niño. El pánico, el temor, el miedo en la más terrorífica de sus formas lo poseyó por completo. Temblaba. En aquel momento, hubo algo que finalmente lo hizo caer en el mundo de la locura y del horror. Escuchó la voz de su amiga. Provenía del interior de la caja.

No sabía qué hacer. El corazón palpitaba poseído por el instinto de supervivencia que se encontraba en su máximo éxtasis. Luchaba por salir de aquella prisión bajo tierra, huir de la que había sido la canción favorita de ambos, y que ahora lo apuñalaba por todas las partes de su cuerpo. Escapar de los acordes que taladraban su mente. Sin saber qué hacer, entre lágrimas y voces de muertos vivos, hizo lo único que su mente, llena de insaciable locura, le permitía concebir. Abrió la pequeña caja de palisandro.


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