El Camino Difícil
Desde
que el mundo es mundo, existen dos formas de hacer las cosas. La primera es
luchando hasta el final, muriendo en cada golpe y respirando como si ese
instante fuera el último; la segunda, es darse por vencido y huir como un perro
apaleado, sin honor, sin gloria, y sin respeto.
El
camino fácil sería coger la puerta y largarse, haciendo que los demás carguen con todo el peso y responsabilidad
que ello conlleva, lavándote las manos aunque fuera su culpa. Sí, es una opción seductora la de
zafar, saltar del barco y decir un: “Ahí os hundáis, yo abandono”.
Luego
está el camino complicado, que es el de pelear contra aquellos que pretenden hundir
el barco. Mirarlos a la cara todos los días que resten hasta llegar de nuevo a
puerto, y decirles “Me tendréis que soportar todas y cada una de las jornadas
que dure la travesía. Me tendréis que ver caminar, caer, levantarme, sufrir, aprender
y llorar de alegría, pero ni por asomo os pienso dar la batalla por ganada. No
permitiré que la libertad recule ante los totalitarismos y las imposiciones. No
lo permitiré.”
En un
barco donde por lo visto lo único que importa es la ley del más fuerte, no gana quien más alto grita ni quien más proclama
sus consignas. Gana aquel que yace callado, silencioso, observando, viviendo, trabajando
y preparando un golpe de gracia. Quien quiera la paz, que prepare la guerra.
Es por
ello que desde siempre, desde que me recuerdo con 5 años subido por los escombros de un antiguo muro que había en el centro de Ares, caminando de la mano de mi abuelo, que escojo el camino difícil. Porque sé que en él, en ese camino lleno de zarzas, de espinas, y de oscuridad, carezco de competencia. En ese camino, lo único que hace falta, es la fe en uno mismo.
¡Que
dé comienzo la batalla!