El Sol Ciega
Las tormentas son buenas. Cuando el viento y la
oscuridad lo rodean todo por completo no queda más solución que sentarse,
escuchar que te dicen los susurros de las corrientes, y pensar. Escuchar ese
instinto que duerme bajo capas de piel y carne, ese espíritu al que juraste
seguir hasta el fin de tus días.
Cuando pasan días lloviendo que pueden ser semanas,
o semanas que pueden ser meses, un solo rayo de Sol deslumbra más que un
fogonazo a quemarropa, más que el brillo de unos ojos bajo la Luna llena de
verano. Y entonces te ciegas.
Por un momento todo es tan blanco que hasta duele. No
sabes que hacer, te tiemblan las manos, los pies, y hasta el pensamiento. Encuentras
esa sutileza que hace perceptible lo imperceptible, visible lo invisible, y
concreto lo abstracto.
El espíritu de hierro que despierta de esas noches
iluminadas por las estrellas prohibidas que se venden en algún bar. Como duele el primer fogonazo de felicidad,
las agujetas de tanto reírte son abrumadoras. No se ha dicho la última palabra, y queda demasiada tela por cortar.