Alea Iacta Est
La vida no le regala nada a
nadie, y que la suerte es algo que favorece a los audaces… Es una de esas tantas
lecciones que nos enseñan nuestros abuelos para hacernos llegar un pelín más
alto.
Recuerdo muchas cosas de mis
abuelos; de Miguel las horas que pasábamos con el motor del barco y contando
anécdotas de marineros, de Juana el “vive y deja vivir”, de Pepe la lucha hasta
las últimas consecuencias, y de Chelito… Que me sorprende cada día… Y no pasa un día en el que no
recuerde estas cuatro enseñanzas que son mi pasado, presente, y futuro.
Ahora me dispongo a librar una
batalla que hace años ni pasaba por mi cabeza, ahora llega el momento de
empezar una guerra en la que la piedad no es algo que abunde.
Sé un animal que sigue a los
instintos, que deja que la latencia del tiempo fluya por sus venas, que se
conjura con las lunas de Saturno para buscar el ojo de aguja por el que colarse
cuando queda una décima de segundo para darlo todo por perdido. Ese espíritu de
caballero antiguo que en algún que otro momento sale del caparazón.
Cuando suenan los tambores
hasta el punto que revientan los tímpanos, cuando las espadas ya no son otra
cosa que las campanillas que tañen anunciando la muerde, cuando el propio
escudo termina siendo el arma definitiva, la muerte más tranquila y silenciosa es
el arma del que nadie sospecha.
Que el silencio y la verdad
sean mi escudo y mi espada, que el honor lata en el pecho como la cota de malla
mientras tintinea a los cielos, y que la cobardía no sea otra cosa que aquella
que queda bajo la suela de las botas. Cae el sol, empieza la batalla. Alea
Iacta Est.