El Árbol sin Hojas
Existió
en un lugar que podría ser todos y al mismo tiempo ninguno, bajo un tiempo tan efímero
que los segundos se contaban a puñados y los años en un susurro, un jardín que
abarcaba hasta donde se extendía la vista.
Todos
los árboles y flores posibles se encontraban allí: manzanos, naranjos,
limoneros, perales… Hasta rosales y geranios que crecían por cada rincón
presumiendo de su olor y color. Pero había un árbol cabizbajo, sin hojas,
desnudo como en el mayor de los inviernos embriagado por la tristeza más
profunda que pueda brotar de un corazón.
Su
problema era muy simple: no sabía que árbol era.
-Si
eres capaz de concentrarte podrás dar peras.- dijo el peral mientras presumía
de sus frutos.
-No le
hagas caso-, dijo el rosal de grandes rosas blancas.- Concéntrate y podrás
tener fastuosas rosas como las mías.
Todos
y cada uno de los árboles de aquel hermoso jardín le decían que si se concentraba,
podría ser como ellos. Podría dar naranjas, peras o manzanas. Pero el triste
árbol lejos de salir a flote, se hundía más y más en su frustración. De nada
servía el concentrarse en ser un rosal o un manzano.
Cayó
la noche. Un hermoso cuervo negro como el azabache se posó sobre las ramas del
triste árbol y le susurró al oído:
-No
dediques tu vida a ser como los demás quieren que seas. Sé tú mismo. Conócete,
respétate, ama tus defectos para que no puedan hacerte daño con ellos. Asume
los errores propios no para cambiarte, si no para evitar repetirlos. Tú eres un
roble, y tienes la obligación de crecer grande y majestuoso para proteger a las
aves que en ti se resguarden, así como dar sombra a toda vida que crezca bajo
tus ramas. Tienes una misión: cúmplela.
En
esta vida todos tenemos un hueco que llenar, y solo lo haremos cuando nos
encontremos a nosotros mismos.