Pundonor
No tienes tiempo ni de pensar.
Llevas toda la semana con la mente fija y en blanco, pensando en tu control, en
el control del cuerpo, de cada gota de sangre que recorre tus venas hasta tu
corazón. La cabeza lo es todo, y el control sobre uno mismo es el control sobre
lo demás.
Arrancas guiado por el espíritu
guía del “Dios dirá, hemos venido a jugar”, con la única certeza de que tienes
que terminar. El cómo es indiferente, la meta es lo que cuenta. Coges aire y te
encomiendas a todo cuando santo haya en el cielo, a la paz interna de Buda y a
la férrea esperanza en uno mismo. Entonces sucede.
Controlas tu respiración, las
pulsaciones y el vaivén. Llevas el control del aire que brota a tu alrededor,
te fijas el objetivo de ser tú, de pelear contra ti mismo y contra tus límites,
contra la sensación de derrota a la que tienes que hacer frente para conseguir
tus objetivos.
Los segundos caen del reloj, y
el sufrimiento llama a tu puerta.
Peta durante dos segundos pidiéndote
que pares, te lo susurra al oído con la única intención de que se trate de una
petición que te ponga tan cachondo que estés dispuesto a tirar todo por la
borda para acostarte con ella. Entonces coges más aire, le cierras la puerta en
las narices, y te dices a ti mismo que parar ahora no es lo que quieres, que
puedes dar más.
No sabes ni cómo ni el cuándo, solo sabes que tu cabeza te repite en cada latido que el cansancio no se combate con menos fuerza, se combate con más ambición, con más lucha interna y con más sangre. Las piernas pesan, y solo te queda el alma para tirar. Tiras de cojones y de pundonor, de chulería y odio a darte por vencido, y es en esos segundos que caen como gotas de agua en el desierto, eternamente eternos, en los que descubres que el dolor y el sacrificio son lo que de verdad vale la pena.