Los Hijos bastardos de Neptuno
Acojona el verte en la cresta
de la ola bajo el límpido cielo azul. Con la brisa del Atlántico golpeándote la
cara de buena mañana y las nieblas de la noche levantándose tras la aparición
del astro rey. En lo más alto de esa montaña de agua, de ese titán enviado
desde el corazón del océano que pulveriza con fuerza las rocas de la costa bañándola
de blanco perlado.
Acojona y te llena el corazón
esa droga tan dura que te hace sufrir y disfrutar al mismo tiempo, esa fuga a
la presión y escaqueo mental a todo lo que queda en tierra porque en el mar las
leyes las marca otro Dios.
Notar la madera húmeda en las
manos y en la planta de los pies desnudos, mientras las cinchas te arrancan el vello que crecen en el empeine y las llagas en el culo empiezan a superar la
pulgada de longitud, el impulso de la ola cuando te arranca el azul cobalto del casco
mientras las respiraciones al unísono acompañan a la voz del patrón.
Somos esos hijos bastardos de
Neptuno que necesitamos el mar como un toxicómano la metadona, o como un ninfómano
el follar. El sentir las olas batientes contra el casco que enfila al viento
amurado, y el solsticio despertar.
No es ser raro ni es ser
diferente, simplemente y en algunos maravillosos casos, es saber que has
encontrado tu lugar.