La langosta, Kong, y la isla de Yoshi

Las langostas cuando crecen se sienten oprimidas por su propio caparazón. Por la armadura que cargan para defenderse de los depredadores y seguir prosiguiendo su camino por las profundidades del océano.

Cuando una langosta se siente oprimida por su caparazón lo deja, se refugia bajo las rocas mientras la crece una nueva, y después vuelve a salir. Ella sigue creciendo en el interior de esa nueva cáscara, de esa nueva armadura que dentro de un tiempo tendrá que volver a dejar, ocultarse en las rocas mientras termina de formarse la nueva, y volver al mundo exterior.

Son las ganas de crecer lo que permiten que la langosta deje atrás su caparazón. Las ganas de ser un poquito más grande cada de día, de avanzar hacia adelante pero siendo la misma langosta que nació de esa diminuta larva.

Porque por mucho que se cambie de coraza como la langosta, el interior seguirá siendo ese mullido y suave niño que nunca creció. Jamás perderás el norte si sabes dónde queda el sur, si sabes de dónde vienes, y hacia dónde vas.

Porque aunque cambie de carcasa para seguir creciendo, en el interior de esa langosta siempre se encontraran los recuerdos de los plátanos de Kong, la melena de Dixi haciendo el helicóptero, y lo épica que era la última fase en la que Yoshi lanzaba los huevos y se cargaba al chulo de la bruja.


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