Bajo llamas doradas

Levántate. Hazlo por los que te apoyan, pero sobre todo por los que se deleitan viéndote sufrir. Levántate y hazlo con fuerza, con firmeza, no de un salto, si no lentamente. Notando como el peso del cuerpo se distribuye por las plantas de los pies a medida que te vas incorporando.

De un hoyo solo hay dos formas de salir: o cavando hacia abajo, o buscando la forma de trepar por las paredes resbaladizas.

No, aquí solo se sale hacia arriba. Aferrándose a las raíces y a la tierra, dejándose los muslos en cada patada para enterrar la punta de las botas en la arcilla húmeda del socavón en el que te han tirado mientras resonaba el eco de un: “de aquí solo salen los mejores”, pero acabas resbalando y dándote de bruces con la realidad. 

Patinas y vuelves a caer al fondo.

Te quedas mirando al cielo estrellado soñando con poder tocarlo. Con poder acariciar las estrellas que iluminan el firmamento bajo llamas doradas. Y aprietas los labios.

Coges un par de fémures que hay de aquellos que murieron resignados en ese hueco húmedo y alejado de la mano de Dios, y solo miras hacia arriba. Los ensartas en la tierra mientras te balanceas aferrado a la esperanza de salir de allí y no de igual forma a la que entraste, pero sí con más ganas de tocar los cojones que nunca.

Aprendes que cuando caes en un agujero nadie va a sacarte de él, y que aprender de los errores de los demás, también es una forma de salir del  hoyo. 


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