El Sol dorado
Y volví a jugar a “La edad perdida”. Hubo un algo, hubo un algo que hizo clic en mi interior, un secreto dormido por la semilla plantada años atrás de ser un soñador cruzado de los mares.
Quizás me acostumbré y asumí el discurso de los demás, y la verdad es que los corazones libres tienen la dictadura de hacer daño a los que más los quieren a costa de cumplir su propio destino. De hacer pasar mal en tierra a los que te quieren, por el simple disfrute de cruzar la perpetua línea horizontal que lo divide todo, de la superficie acuosa que define tu propio futuro.
No sé si es a consecuencia de ese juego, de las conversaciones hablando del Caribe o de las Filipinas, de la posibilidad de embarcarse rumbo a Nueva Zelanda, de ese sentido oculto que surge del más oculto de los deseos que se encuentran en la esquina derecha inferior del corazón, que despierta la necesidad de mandar todo a tomar por culo para seguir tu camino, de renunciar a todo por ser ese marino que siempre has soñado, queridísimo piscis.
Sabes que esa posibilidad siempre estará ahí, pero también sabes que el mundo no tiene más límite que el establecido por la atmósfera, y que vas a cruzar las fronteras de los trópicos de cáncer y capricornio como meta. Que la línea del ecuador es la que te tatuarás cuando hagas las 5.000 millas, y que seguirás al borde de esa locura que pende el mar de tu corazón.
Uno nunca sabe dónde lo llevará la vida, lo único que uno puede tener claro, es el seguir los poderosos dictámenes del mar en simbiosis con el corazón. Y que Dios decida cuál sea mi destino, siempre y cuando recuerde las promesas pactadas.