Saltar
Imaginaos que estáis en un bajo, en una zona
que tiene dos metros y medio de alto, y tenéis una cama elástica. Que tenéis
ese receptáculo de escasos dos metros cuadrados donde se condensa toda vuestra
infancia y preadolescencia, donde las canciones de Camela hacían eco de las
carcajadas con los colegas que saltaban en la lona de al lado y el tiempo transcurría
sin prisa, pero sin pausa.
Imaginaos ese momento en el que te toca asumir
que has crecido, que ya no eres ese niño despreocupado pendiente de Pokémon o
Digimon, que ahora lo importante son las oposiciones y tu rumbo. Pero te ponen
una cama elástica delante. Con esos dos metros y medio de alto en los que si te
pasas saltando acabas reventando el techo de pladur.
Y es que al final te da absolutamente igual, porque
conectas con lo que siempre has sido: ese crío con la paga de los abuelos que se
la fundía en el tiro para conseguir petardos. El que se colaba en plena noche
en las obras para dar su primer beso, o el que tenía como oficio el dedicarse a
sonreír.
Y sí, los tiempos han cambiado. Ya no eres ese enano,
pero sigues teniendo dentro de ti ese impulso de subirte a la cama elástica,
saltar, romper el techo, abrir la grieta, y sonreír pensando en que el que
venga detrás será capaz de hacerla más grande.
Porque la vida, al fin y al cabo, consiste en
eso: en abrir caminos para los que nos siguen.