El pasillo de Artemisa
De
idéntica forma que una conjura a media noche. Con el silencio de la oscuridad y
las sombras como capa, con el aliento contenido y la mirada cerrada. Sin ver.
Sin sentidos de los que valerte para hacerle frente a todo lo que pueda caer en
medio de la penumbra.
Es
como ir a ciegas por el pasillo el mismo día que has movido los muebles. Como
esas noches en las que los rayos iluminan las figuras que te amenazan con las luces
apagadas, con el viento que de día te acaricia el pelo y por la noche te
apuñala. Con el frío que recorre la nuca sabiendo que si te das la vuelta no
verás a nadie, pero sabes que hay algo ahí.
Y te
encuentras en ese pasillo de la hora bruja. Inmovilizado por el miedo y
sabiendo que tienes absolutamente todo en tu contra, sabiendo que todo lo que has
vivido pudo no haber sido nada comprado con el cruzar ese pasillo en el
Castillo de Artemisa.
Pero a
pesar de no tener sentidos, das un paso. A pesar de tener miedo y saber que es
todo o nada, das otro paso. Aún sabiendo que los cristales de las ventanas reventarán
con el trueno y el viento te los clavará en la cara, sigues andando. Y caminas
con los ojos cerrados, con miedo, con los puños cerrados notando los tendones tensos
sobre los nudillos y las lágrimas sobre el rostro. Pero caminas por el puto
pasillo.
Aunque
se desplomen los arbotantes de piedra y el suelo se hunda en el tiempo, jamás
dejas de caminar. Sin mirar atrás. Sin mirar adelante. Sólo mirando al interior
de uno mismo, sacando fuerzas para no dejar de avanzar.