Ratón y mantequilla
Decían
los ratones más ancianos del lugar, que cuando un ratón cae dentro de un cuenco
de leche, ese ratón se ahoga. Que se muere luchando por aferrarse a un borde y
volcar la taza, que se ahoga viendo todo lo blanco que puede ser la luz propia
del sol.
Decían
estos ancianos, que cuando uno cae en el interior del tazón todo está perdido.
Que nadie había salido con vida de eso, que no valía la pena intentarlo, ni tan
siquiera luchar. Que era mejor liberar el aire de los pulmones y hundirte
recordando los buenos momentos y la vida al lado de los tuyos, de los buenos
ratos y del camino recorrido hasta ese punto.
Un día,
un joven ratón de campo criado entre estas historias y dado a llevarle la
contraria al mundo, la oveja negra de la familia ratonil, luchando por sacar
una galleta de una caja en la limpia cocina de la casa de campo en la que tenía
su madriguera, cayó en el interior de un cuenco lleno de leche.
Intentó
por todos los medios aferrarse a los bordes de la taza, intentó hacer pie en el
fondo, pero todo era en vano. El joven ratoncito, estaba a punto de despedirse
del mundo con los recuerdos de su familia, de sus amigos y de sus sueños en
medio de un vaso de leche.
Pero
no se dio por vencido.
Se
aferró a las paredes de la taza notando como sus patas resbalaban en contacto
con la porcelana, como sus patas traseras movían el fondo de la taza y él
peleaba. Peleaba hasta el final por sobrevivir, por intentar llegar al borde o
tan siquiera volcar el cuenco. Luchó todo lo que pudo, y lo que le dieron sus
fuerzas.
Y
entonces, cuando estuvo a punto de darse por vencido y exhalar su último
suspiro, se dijo a sí mismo: Una vez más. Una vez más aférrate a la taza, aférrate
a la vida y apóyate en tu alma. Lucha hasta desfallecer, porque si vas a morir
de todas a todas, que sea entregando hasta el último bocado de aire a la
esperanza.
Y lo
hizo.
Agitó
sus patitas con más fuerza y con más rapidez, con más ímpetu que nunca notando
como la leche cada vez le pesaba más, como cada vez los movimientos eran más
lentos, y ya desfallecido, cerró los ojos para comenzar a hundirse en el que
sería su sueño eterno.
Pero
no fue lo que ocurrió. Había agitado tanto las patas que la leche se había
transformado en mantequilla, y saliendo de ella, logró ponerse de pie sobre la
superficie para escapar y vivir un día más.
Desde
entonces jamás dejó de luchar, porque por mucho que te hundas en leche, nunca
sabes en qué momento harás mantequilla.