Tercer jaque


Siempre he sido más de ajedrez que de póker.

Durante años he aprendido a discernir de las estrategias que lo confían todo a una carta, y de aquellas más laboriosas y complicadas que se asientan sobre la línea de peones. Sobre la línea de soldados que defienden las torres, los caballos, los obispos y a Sus Majestades.

El ajedrez es pura estrategia, es puro cálculo y planificación llevado al máximo exponente. Es encontrar las trampas que hay detrás de una reina fortificada o del caballo que rompe toda la línea.

Hay partidas que se juegan en una tarde, partidas que se juegan durante días o incluso meses, pero reconozco que las partidas que más disfruto son aquellas que duran años. Y entono el mea culpa de saborear el precio de cada pieza, al igual que sufro en mis carnes las duras embestidas contra un alfil, que en lugar de esconderse en la esquina, pelea en campo abierto.

Pero esto es ajedrez, y como decía Kasparov: Solía atacar porque era lo único que sabía. Ahora ataco porque sé que funciona mejor.

Esto no va de suerte. Esto no va del “que sea lo que Dios quiera”. Esto va de ver más allá, de quemar a los afiles cruzando líneas, de lanzar a las torres adelantando las murallas, de bregar a los caballos recorriendo todo el tablero, y todo porque un peón llegue al otro lado.

De jugar las aperturas de libro y aplicando todos tus conocimientos, de plantar batalla en el medio como un mago haciendo real lo irreal, y de que cuando llegue el final, no muestres piedad alguna.

Aquí no hay blancas o negras, esto va de rendirte o ganar.

Caballo negro de B3, a reina roja de A1. Tercer jaque.



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