De tenis y tacones
Si nos
aplicáramos a ese viejo dicho de que “zapatero a tus zapatos”, o a ese otro que
dice que “quien juzgue mi camino, le presto mis zapatos”, nos encontraríamos
analizando que tipo de calzado somos.
Por un lado estarían los tacones; esos taconazos que te permiten verlo todo desde arriba y que resuene cada paso sobre las losas de mármol de la calle haciendo que el eco de cada pisada reverbere contra los cristales. Podríamos optar por ser las bambas de moda, esas chillonas que tienen unos cordones todos chulos que te harían ser la envidia de los colegas.
O quizás incluso unas buenas
botas de montaña donde no entra ni agua ni frío, donde los duros corazones de roca
se encuentran más cómodos. Incluso hasta esos náuticos que todos recordamos de la misa de los domingos y que calzan más los diablos que los ángeles.
Supongo
que en mi caso, si tuviera que elegir, me quedaría con mis viejos tenis blancos,
si es que el actual color que tienen podría denominarse como tal.
Unos
tenis que, la verdad, están reventados de todo lo que han trotado. Que
empezaron siendo los tenis de vestir, pasaron por los de diario y acabaron
siendo los de ir a entrenar, y que se conocen todos cuantos caminos ha
transitado el caminar.
Con las punteras reventadas y las suelas gastadas, pero gastadas lo justo como fijarse bien al terreno o deslizarse sobre una superficie mojada si necesitas coger impulso un día. Porque ésa es la clave: la versatilidad de adaptarse al firme de la vía, al clima y a la guerra que tengas por delante sin necesidad de convertirse en un Marx que cambiaba de principios como quien cambia de zapatos.
Porque no hay necesidad de cambiar de calzado cuando uno está seguro del paso que da, y si no, que le pregunten a Cenicienta si se arrepintió de que vinieran a buscarla con el otro zapato de cristal.