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Una
vez, cuando eres pequeño, te cuentan una de tantas historias de tesoros
ocultos, de países recónditos y de mapas que están escondidos en las piezas
del tiempo. Te hablan de llaves que abren puertas destinadas a no ser abiertas,
de rompecabezas tan complejos que ni las mentes más brillantes de toda una
generación son capaces de resolverlos.
Te crías
bebiendo de libros que hablan de estas historias: de la fuerza, de la pasión y
de la razón, del espíritu y de la amistad. De cambiar el mundo con la fuerza de
tus hombros y la limpieza de un apellido.
Pero
de lo que nunca te han hablado es de la fortaleza mental que tienes que tener
para lograrlo. No te hablan de las horas de sacrificio silencioso que te
acompaña cada día, cada noche a la que se le roban horas. No te hablan de las
renuncias personales de esos héroes de leyenda, ni de las consecuencias que
tienen las batallas y las guerras en su cabeza.
No te
hablan de la importancia de la salud mental, ni de que para poder ganar las
guerras en las que vayas a embarcarte, primero debes de luchar contra ti mismo.
Esto
es lo que acabas aprendiendo cuando te haces mayor, cuando pides ayuda y cuando tienes
claro el siguiente paso en tu viaje; cuando la brújula señala lo que más
deseas. Cuando tienes tanta fuerza en tu interior tras haberte sanado, que
decides repartir la que te queda en ayudar a los demás. Y así, es como creces.