La segunda de Minas Tirith
Después
de resistir la embestida de las hordas de Saruman en el abismo de Helm y de
asumir Gandalf su nuevo rol en esta historia como mago blanco, el Gran Ojo
decidió asestar con premura su golpe sobre la Ciudadela Blanca.
Asediados por el frente y con la montaña en su retaguardia, con un líder demente que hubo que destronar a base coces de caballo, golpes de báculo e incineración con caída libre, se decidió plantar cara a las fuerzas de Sauron.
Fue en
esa batalla, apostados sobre la colina norte de los campos de Pelennor, que los
miles y miles de caballeros de Gondor dieron lugar a una de las mayores cargas
épicas que nos ha dado la literatura fantástica. Y cargaron, con furia y osadía,
sin temor a la muerte.
Fue en
esa batalla donde los muertos volvieron a cargar una vez más para cumplir con
su palabra, y donde los mercenarios que, a pesar de ser hombres como los
asediados, realmente terminaron estando del lado de los orcos. Qué curioso, ¿no?
Pero los
hombres vencieron. Por segunda vez frenaron a las hordas de Mordor, y dispusieron
de todo para ir a librar la que estaba a ser llamada la última de las batallas.
Porque
fue eso lo que dio lugar a la victoria cuando todo parecía perdido: Que los
hombres decidieran no ser doblegados, dar cumplimiento a los juramentos
adquiridos y dar su último aliento por la tierra que heredaron de
sus ancestros. Por todo y contra todo. Por una causa común: la libertad.