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Un año sabático no es necesariamente un año en el que dejas de hacer cosas, si no que es un año en el que te centras en ti mismo, en madurar como persona, en corregir lo que tiene que cambiarse y en trabajar el crecer un poquito más hacia dentro. En priorizarte sobre cualquier otra cosa.

Un año de cultivar la razón para ser más fuerte de cabeza y más ágil de mente. En aprender el maravilloso arte de soltar al demonio que algunos llevamos dentro en el momento oportuno para, cuando ha terminado su trabajo, sellarlo de nuevo debajo del templo.

Ha sido un año en el que el corazón decidió que va a seguir a quien él elija, y esa ha sido una decisión exclusivamente suya en la que no ha dejado participar a la razón; que de nada sirve forzarlo a sentir lo contrario. Siente lo que siente, por quién lo siente y como lo siente, y no pide perdón por ello. Aprendió a que es mejor estar sólo si no puede estar entero. Porque si no está donde pueda sentirse completo, prefiere quedarse aislado en el cofre de plomo con balcones a la calle en el que se ha instalado.

Y el espíritu, que hace un invierno parecía la llama de una vela titilando contra el viento, luchando por no apagarse, se ha vuelto una caldera alimentada con gas natural ruso. Que no ha habido ni apellidos, ni siglas, que le dijeran cómo, cuándo, qué o dónde pensar, actuar o sentir. Que se mantuvo firme cuando debía hacerlo, y demostró que nada, ni nadie, está por encima de la convicción que subyace en lo más profundo de sus principios.

Venimos más centrados, más pasionales y más fuertes que nunca, y sin perder esa pizca de oscuridad controlada que nos ha traído hasta aquí; con cabeza, alma y corazón. A lo Demon Slayer.

Por todo lo que está por llegar, seguimos manteniendo el norte que se fijó hace un año. Gracias, veinticuatro. Veinticinco, qué ganas te tengo; y de que haya ganas, donde hasta ahora sólo hubo temor.


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